Por SERGIO REYES II
Sabíamos, por obra y arte de un maestro de la palabra y las interpretaciones del sentir y creencias de la gente, de las angustias y sufrimientos de cierto Coronel, que esperó, hasta el infinito, que sus peticiones, reclamos y aspiraciones, fueran resueltas, o por lo menos, atenuadas, a vuelta de correo, con la simple toma de medidas oficiales en el orden administrativo, que pudiesen impartir justicia y reconocimiento, aun fuese tardío, a sus muchos méritos en pro de la causa y de su pueblo.
Sabíamos de esos afanes. De la agonía, ante la larga espera. De la desesperanza y falta de fe del entorno de aquel Coronel. De las mofas que, en cierto modo, se hacían a costa suya. Y de las mil y una veces que la temperancia estuvo a punto de fallarle, mandándolo todo al mismísimo lugar con que se denomina la última palabra usada en el tan comentado texto del Gabo.
También, sabíamos de otras tantas voces que se alzaron, para dar su versión sobre la vida y muerte de otro Coronel, más nuestro, más real, con miles de estrellas en la frente y suficientes atributos viriles para prestarle, a otros que no tuvieron -ni tienen- ningunos.
Versiones, resabios, acomodos, Meas culpas, interpretaciones y justificaciones. Las más de las veces, motivadas y condicionadas por la característica ‘mañosería’ de nuestra atípica clase política, que gusta de interpretar y dirigir los destinos del mundo, la solución bíblica al hambre de los pueblos y las ansias libertarias de una juventud revolucionaria, desde el frescor de una apacible poltrona, con buen aire y finos vinos incluidos en el paquete.
Tal vez el Coronel pudo intuir esto, en sus delirantes fiebres en busca del urgente sendero que le trajese de vuelta a la Patria, a encabezar, por sí mismo, fusil al hombro, la redención de los oprimidos. De esos que le siguieron a ciegas en el Puente Duarte, en las calles y vericuetos de la Ciudad Heroica, y obedecieron sus directrices en la Zona Norte de Santo Domingo y en cualquier lugar en donde se aspiraba un hálito de aliento de vergüenza y honor. Esos mismos que le esperaban, cada noche, a partir de su ‘desaparición’ en Londres, a sabiendas de que el hombre volvería tras sus pasos, para hacer pagar a los traidores por su deleznable acción.
Y, con su caída en las serranías, los acomodos, las fábulas y las interpretaciones sobre lo ‘inadecuado’ del momento político que vivía la Nación, el entorno de las Antillas y el mundo, hicieron su agosto. Y cada cual contó el cuento a su manera.
Cientos -qué digo: miles!– de páginas asquerosas, justificando lo injustificable. La traición entreverada envuelta en los ardides ostentados por los cobardes.
El viejo se acobardó. Un fogoso líder que, apenas, pudo dar un apoyo ‘moral’ al proyecto revolucionario. Gente proveniente de una izquierda ‘revolucionaria’, adoctrinada con los tradicionales métodos de análisis, y análisis, y análisis, y muy dados a rebatir y a cambiar metodologías, fueron echando a pique el visionario proyecto de encabezar una invasión armada que pudiese enfrentar al balaguerato y detener el creciente y sanguinario sistema que acogotaba al pueblo. Un sistema que propiciaba el recrudecimiento de la miseria la corrupción y el entreguismo de la Nación a las potencias extranjeras.
Y la traición, siempre presente. Las infiltraciones. La vacilación. Las dobleces. Las engañifas. Y las dilaciones, como parte del modus operandis de una inoperante burocracia cubana aliada, que retrasaba, de más en más, el inicio de las operaciones, en territorio patrio.
-‘A mayor dificultad, más honor’-
Con Caamaño, en febrero, en Caracoles, llegó lo único puro, digno y valeroso de aquel campamento guerrillero de Cuba en el que Francis puso todos sus esfuerzos, ansias y expectativas. Justo es decirlo, la vergüenza y el honor también hicieron presencia en los caídos del 12 de Enero de 1972. Y en otros pocos, como Manuel Matos Moquete, que no pudo completar la misión de avanzada que le fue asignada en territorio nacional, debido, talvez, a la improvisación, el alcance de la labor de vigilancia de los organismos investigativos nacionales y extranjeros, la falta de evaluación de las condiciones objetivas en que vivía el país, o al exceso de papeleo burocrático de la creída dirigencia aliada que organizó y dictaminó el qué hacer en aquellos manejos.
Luego de haber transcurrido más de 50 años de la dolorosa caída de Román en Nizaito, abatido de forma alevosa y traicionera por un puñado de cobardes a quienes les temblaba el pulso tan solo con escuchar su nombre, las palabras estampadas en su Diario, los hechos y el desarrollo de su proyecto guerrillero en las sierras cubanas, salen a la luz con todo el peso del dedo acusador. Un demoledor relato en el que sale a relucir el esfuerzo de un hombre que, a partir de su llegada a Cuba, cada día y cada minuto de su vida estuvo dedicado a preparar la Revolución.
Con este Diario de Caamaño, publicado gracias al auspicio del Archivo General de la Nación, bajo la atinada dirección del historiador Roberto Cassá, y el vigoroso entusiasmo de Vicenta Vélez Catrain, viuda del Comandante Román, el pueblo dominicano podrá entrar en contacto con la verdad oculta, manipulada y articulada de manera acomodaticia, para esconder, las más de las veces, la vergüenza, el deshonor y la indignidad de quienes no tuvieron el valor para alzarse con Caamaño y los valientes que le acompañaron en la temeraria empresa. Esos que, tras la caída del Coronel de Abril, escribieron sus propias historias, con libreto propio y heroísmos maquillados.
Confieso que, al tomar este libro entre mis manos, estaba consciente de que iba a ser testigo de la estrepitosa caída de muchos santos del altar. Pero, en verdad, nunca sospeché que iba a ser necesario el uso de calzado de tipo industrial, para poder caminar por encima de los vidrios rotos, los trozos de yeso, las representaciones partidarias, las siglas y las banderías. Altares que la ingenuidad fue erigiendo y con cuyas creencias y enseñanzas continuó forjándose toda una generación de jóvenes que, hoy por hoy, ya no tienen paradigmas, héroes ni líderes a quienes seguir.
A falta de gente insuflada de bravura de leyenda, rectitud, honestidad y dignidad, el propio Coronel de Abril y Comandante de Caracoles, se ha encargado, por sí mismo, de contarnos la verdad. La Única verdad! Por ende, prepárese a conocerla, de viva voz, de parte de quien no tiene pelos en la lengua para contarla.
(Por si acaso, le sugiero que se abastezca de agua bendita, azufre y otros sahumerios, en suficiente cantidad, para que pueda exorcizar y echar fuera a esos demonios con facha de angelitos que, todavía, medran en nuestro entorno, dándoselas de revolucionarios!).
Y que viva, por siempre, el recuerdo y el ejemplo del Comandante Román, un coronel que supo pelear por su pueblo, hasta el último hombre, y que, como el ave fénix, retornó de sus cenizas para contar, él mismo, la Verdadera Historia.