Por Víctor Suárez
En tanto esté aquí; en la sala de la casa, menos mal que puedo mirarla tantas veces como quiera; estaré sentado frente a ella hasta que se la lleven en las últimas horas de la tarde Y ¿Qué haré cuando se la lleven y me quede solo? Hacen ya cinco horas que falleció, dos horas que yace como dormida en su ataúd blanco; vestida de blanco con su velo y su corona, es decir, el mismo traje con que nos casamos; no logro entender por qué anoche estaba tan feliz, se puso el traje de bodas de hace cuarenta años, cuarenta años que pasaron como si hubieran sido solo cuatro; se puso el traje y lo modeló por toda la habitación en tanto yo la miraba compartiendo su felicidad desde la cama Me besó una y otra vez, diciéndome “te querré siempre” decir verdad, ella no había cambiado, era la misma de nuestros primeros días; amorosa y dulce, esta noche más que nunca trataba de hacerme recordar momentos felices de nuestras vidas. Yo un poco agotado por el trabajo del día dormitaba mientras ella trataba de impedirlo, luego se sentó a mi lado y me dijo en susurro: me recuerdas la noche de bodas; nos dormimos con todo y ropa por el agotamiento y la tensión de todo el día; hoy lo haremos igual. Entonces sentí que me abrazó, me besó y luego caí en el más profundo sueño. Cuan grande fue mi sorpresa esta mañana cuando desperté entre sus brazos tibios que aún me abrazaban como mimándome, cuidándome; la llamé una y otra vez y no respondió, parecía una virgen dormida; al parecer ella sabía que me dejaría y trató de despedirse de mí anoche con mayúscula alegría, como vivió siempre. Cuan fríamente estuve yo ante su noche de despedida. Como podré recompensar tanta felicidad, tanto mimo, tanto cuidado; yo sin ella no soy nada; no sabré como enfrentarme a la vida a partir de hoy. Le pedí a su hermana que la arreglara, que le dejara el vestido, porque quizás lo que quiso decirme al ponérselo anoche fue que la sepultasen así. Ahora después de ella, ¿Qué puedo hacer? Si con ella todo ha muerto; ha muerto el cielo, la tierra, el mar y yo me estoy muriendo cada minuto; ahora solo me queda recordar los momentos, los días, los meses y los años con ella, cuarenta años y no envejecimos nada, absolutamente nada y ahora de repente he envejecido cuarenta años; a mi mente vienen los recuerdos de como la conocí, inolvidable serán en mi memoria el día que la conocí y la última noche de su vida, porque para ella fueron iguales de felices. Nunca un lamento, nunca reflejó una pena en su cara, nunca una tristeza, nunca enfermó, nunca una lágrima, nunca nada que me pusiera triste, por eso solo me queda recordar paso a paso nuestras vidas de amor divino, grandioso, majestuoso, el cual lo llevaré en mi memoria y en mi recuerdo. Ante la presencia de la diosa, mis ojos maravillados no quisieron volver a parpadear; ni un instante quisieron cerrarse; sosegar quise el corazón que aceleró su marcha ante tan deslumbrante belleza aquella noche de junio. La clara imagen de su cuerpo sublime se mezcló con mi pensamiento frágil y mi fuerza fue insuficiente para separarla de mí; la dibujé en mi memoria, grabé su nombre en mi frente y nació en mí la soledad porque comencé a extrañarla. No sospecho la diosa el efecto que su colosal presencia causó en mí, imagino que el fuego que vertían sus ojos me llevó a amarla de una vez. Su nombre, el más breve poema de insuperable belleza, la más suave y agradable música que mis oídos jamás escucharon. “FLAVIA INÉS” divina sinfonía adaptada sutilmente en tan solo diez notas diez, las que tantas veces canté junto a la luna aquella noche, y qué paz tan infinita experimentaba mi ser al pronunciar mis labios las diez letras de su nombre. Sin darse cuenta la miré mil veces; infinitamente la miré y cada parte suya quedó incrustada en la selva salvaje de mi designio. Como lluvia fresca a la montaña virgen caía su pelo negro y fino sobre sus mensurados hombros, era como un amanecer repleto de coplas de pájaros silvestre, su frente blanca, dos luceros en el horizonte son sus ojos soñadores, de penetrante mirada de inigualable parpadeo. Sentí un deseo de reverencia bajo el fascinante embrujo de su mirada. Nariz, cejas, pestañas parecían esculpidas por las manos sagradas del hacedor. ¡Sus labios ¡Ay! Sus labios finos, sus labios rojos, ¡qué delicioso! A lo lejos los besé una y otra vez, su cara de diosa quedó dibujada en mis manos de marinero náufrago. Sus senos ¡Ay! ¡Sus senos! Dos pequeñas colinas vírgenes, una en frente de la otra, su blusa era el prado verde que la cubría como un fino manto de seda y lana. Mis ojos tocaron su cintura breve cuando caminaba de un lugar a otro con movimientos serpentinos. Era delgada, esbelta, de perfecta estatura, me presenté y se mostró con altivez, ante sus ojos sentí que sería yo lo mismo que los otros, es decir: como hombre, uno igual a lo que allí nos encontrábamos, mi presencia no le causó la más mínima impresión, no se dignó en mirar mi cara de poeta recluido en la cálida aureola de su imponente presencia. Como la paloma levanta el vuelo se marchó ella sin importarle nadie, como se marcha la tarde cuando la noche se aproxima; aquella noche para ella no fue más que una noche, yo no fui más que una persona, estoy seguro de que nada quedó en su pensamiento de aquel encuentro que para mí fue algo así como una tormenta que todo lo cambió. Su imagen quedó cautiva en mi pensamiento y mi cama se llenó de ella, las ansias me atraparon y entonces me fue imposible conciliar el sueño. La noche siguiente, acaricié la idea de volver a ver aquella forma hermosa de mujer; me lo pedían mis ojos, me lo pedía mi alma, me lo pedía mi cuerpo y me lancé a la búsqueda; era necesario verla. Para la fuerza positiva del hombre nada es imposible, muchas veces había leído esa frase, y a partir de ese momento la hice mía. Preparé mi mente, la llené de frases y palabras escogidas, hice un chequeo a mi closet, seleccioné un perfume, lustré los zapatos, limpié la guitarra, todo lo arreglé, ni un detalle negativo quise que quedara. Aquella tarde salí de casa alegre, me miraba en las vitrinas de las avenidas, yo era sol de primavera después de una lluvia breve; fui a visitar un amigo que también era amigo de ella. Pensé que era beneficioso tener un amigo en común, mi amigo vivía frente a su casa y desde allí podía verla cada atardecer con su andar de diosa, caminar por la casa y hasta escuchar de vez en cuando un cantar angelical que salía de sus labios y desde la casa se esparcía como música celestial por los alrededores. Cada día me sumergía más en el deseo inmenso de tenerla y la idealizaba. Todo lo fui arreglando, poco a poco ya mi presencia no le era extraña porque me veía con frecuencia. Un anochecer de Julio la tuve ante mis ojos, tan cerca estuvo de mí que yo sentía que su presencia me achicharraba el alma; entre frases entrecortadas por el cambio brusco de mis nervios y mi temperatura, dije estas palabras que todavía el recuerdo tal como las pronuncié:“si permitiese usted que mis labios se acercasen a los suyos, en una noche de estas en que la luna brilla más amorosa que en siglos pasados, le garantizó besos eternos”. Ella guardó silencio, no pronunció ni una palabra, yo me avergoncé un poco, creí que había sido un atrevimiento, pero aquellas palabras fueron las únicas que encontré en mi empobrecido vocabulario y las dije con mucho sentimiento; salieron de mí como cuando se habla en serio por primera vez. Sin embargo, a partir de aquel día sentí que todo cambio en su forma y manera de verme, desde ese día empecé a sentir que me miraba, entendí que ya no le era indiferente, y yo no perdía una sola oportunidad para realzar su originalidad, cosas que siempre le gustan a las mujeres “Que Dios bendiga tu belleza de mujer incomparable. Que Dios ilumine tu mente para mañana, cuando vuelva a verte, tus labios pronuncien mi nombre para decir que me amas.
Pasaron muchos días sin que pasara nada importante en mi conquista, un hombre nunca sabe lo que piensa una mujer cuando uno le expresa lo que por ella siente, sin embargo, yo sentía que lo que ella pensaba sobre mí era positiva, incluso llegué a afirmar que yo le resultaba una persona agradable, que se sentía bien cuando me miraba, cuando me escuchaba cantar.
Una noche de fin de noviembre hice otro acto de atrevimiento con ella, claro esta vez fue un asunto premeditado; pues sin previo aviso llegué a su casa, y allí estaba ella, más hermosa que un medio día de esos que llueve con sol, bella, delicada, sorprendida además por mi llegada, sonriente, con dulces miradas, yo sentí que era el pájaro cuando llega al nido después de largas horas de vuelo, o mejor el pez cuando lo regresan al río, imposible es quizás poder explicar lo que sintió mi corazón, mi ser, cuando sentí su mirada accidentarse con la mía.
Aquella noche hablamos de todo, sostuvimos una conversación agradable, cálida y entusiasta, un trago y otro trago que me ofreció, no sé dé qué finísimo licor; que bebí con el deseo inmenso de tenerla entre mis brazos, hablamos de todo menos de nosotros, al final salió hasta la puerta a despedirme, me dio su mano fina, sutil, delicada, manos de mujer, de Diosa, suavemente la atraje hacia mí y un beso de gaviota en vuelo puse en sus labios y en seguida me marché, no sé si le gusto o maldijo mi atrevimiento, no miré hacia atrás solo camine. Por dentro yo la llevaba conmigo, sus labios se quedaron definitivamente pegados a los míos. Aquella noche más que nunca sentí grande, demasiado grande mi cama, la extrañe como nunca, la deseé como nunca, la adoré como se adora a Dios. Cuan larga fue aquella noche, qué distante estaba el nuevo día, más que nunca en mi vida deseé volver a ver el sol, más que nunca quise volver a verla. Transcurrió Noviembre, frío en mi conquista, llegó diciembre, y no la vi. Durante los primeros seis días, el séptimo día al atardecer, me decidí a volver a entrar a la casa, busqué un pretexto, un hombre enamorado, siempre tiene un motivo para ver a la amada; estábamos en Navidad y qué mejor ocasión que aquella para entregarle personalmente un presente por el nacimiento del niño Jesús como es la tradición. Llegó hasta la puerta cuando supo de mi presencia allí. Mis ojos se maravillaron como aquella primera vez, no sé cómo esta molécula de vida hecha carne de mujer podía mantener siempre aquella mirada hechizante, aquella ternura inigualable, aquella dulzura en cada palabra que de sus labios salían, no hablamos más que lo necesario con respecto a mi presente de Navidad, me marché. Dos días después fui a visitar a mi amigo con la intención de volver a verla, pero ella no estaba, sentí un vacío profundo, porque entonces no tenía razón para estar allí aquella tarde, ella no estaba y yo hasta sentí celos y muchos pensamientos confusos pasaron por mi mente; nunca había preguntado si ella tenía alguien a quien amaba, sin embargo, en aquel momento me hice la pregunta una y otra vez y hasta pensé que quizás andaba con él, pero sentí una alegría inmensa, una incomparable alegría y una esperanza profunda cuando Juan Manuel se acercó y me dijo; toma, eso te dejaron y ¡era ella! Ella, quien me había tenido en su pensamiento, había dejado con mi amigo una tarjeta de invitación para asistir a la fiesta de Navidad con ella, ¡yo con ella! ¡Ella conmigo!, ¡nosotros dos juntos!, aquello me parecía mentira, ¡yo con la que para mí era inalcanzable! ¡Yo con la que para mí parecía imposible! Y aquel atardecer; di un recital en honor a mí y me aplaudí y me felicité, había dado resultado mi esfuerzo por conquistarla. El doce de diciembre era la fiesta y aquella noche me vestí como rey, claro iba a bailar con la reina, con la diosa. Estaba impecable, salí a buscarla. Al llegar a la casa noté un detalle importante, no era como las otras mujeres que siempre hay que esperar a que se arreglen; mientras uno, como un imbécil, espera solo en la sala o acompañado por alguien que está allí solamente para no dejarte, siempre creí que eso era una falta de respeto. Sin embargo, FLAVIA INÉS, estaba allí esperándome arreglada, más hermosa que una flor salpicada de rocío, imponente, su figura y su belleza de diosa, con su vestido rosa de escote pronunciado, de finísima seda y chifón que me permitía ver esta vez su cuello. Puedo decir que en aquel momento yo era el único hombre valioso de la tierra, el más feliz, nadie podía igualarse a mí, todos nos miraban, todos murmuraron, todos vieron aquello como algo increíble, increíble, nunca ella se ha fijado en nadie, en ninguno, nadie calificaba para ella y entonces por qué él; se preguntaba la gente ¡aunque se ven tan bien juntos! Murmuraban luego. Aquella noche no pensábamos en nada, ni en nadie. Bailamos, comimos, bebimos, conversamos de mí y de ella. A la media noche me dirigí al escenario donde se encontraba la orquesta y utilizando mis influencias con Algunos músicos que me conocían, pedí que me dejarán cantar, no hubo inconveniente. Cuando comencé todos se pararon a bailar aquel bolero, ella bailó con mi amigo, yo dediqué a ella la canción, al finalizar le dije que la amaba, yo quería que todos supieran que yo la amaba, ella vino hacia mí, y con ternura infinita besó mis labios, sus brazos rodearon mi cuello y sus ojos miraron los míos profundamente, como queriendo expresar una infinita alegría. Queriendo decir, te quiero. Jamás en mi vida tendré días tan felices como los que viví con ella, porque aquellos días fueron parte de mí, de mi ser, los palpé, los toqué, los viví de la manera más intensa, nadie me cuidó tanto, nunca nadie trató de agradarme tanto, nunca nadie se entregó tanto a mí. Todos pregonaron que aquello no pasaría del primero de enero, que esa relación era solo un cuento de Navidad, pero así no fue; otras tantas Navidades nos vieron juntos llenos de amor y de felicidad. Con ella pasé a ser de súbdito a rey, porque fui a partir de aquel doce de diciembre su omnipotente. En los días subsiguientes no estuvimos separados ni un instante yo no podía estar sin ella, ella no podía vivir sin mí y nos amamos. Nos amamos, en las noches claras de enero, en los medios días de todos los días, en las medias noches de todas las noches, en el cuarto, en el rosal, en el camino, en el coche, en todas partes. Todo tipo de relaciones en pareja siempre tiene su cuesta arriba y su cuesta abajo; sin embargo, aquí no existió nunca la cuesta abajo, este amor se mantuvo siempre Cuesta arriba. Fuimos una melodía que se mantuvo siempre al tono. Ella era el paraíso yo, su sagrado infierno, aunque debo admitir que muchas veces hice cosas que la hirieron, cosas que de no ser ella una diosa me odiaría por siempre, pero los dioses solo conocen la voluntad del amor, no saben odiar. Si perdonar y cada vez que yo erraba ella me perdonaba. Yo, por causas de mis defectos humanos terrenales, muchas veces no me daba cuenta cuando mis energías negativas le hacían daño, más ella todo lo reparaba con la grandeza del amor divino que para mí hubo en su corazón. Yo la amé, sin dudas que la amé, pero aun mis sentidos eran torpes, y me era imposible conocer la grandeza del amor que habitaba en su corazón, no era capaz de hacer un pacto sagrado y cumplirlo porque mi entendimiento era pobre, vulnerable y volátil queriendo alcanzar el Cielo y las Estrellas. Pero así fui yo, vacío, lleno de pensamientos estériles, los egos endemoniados del orgullo y la pasión no me dejaron ver más allá de la sombra que proyectaba mi cuerpo. Como iba yo a entender que el que ama ha dejado atrás el ego del odio, del rencor, del orgullo, de la lujuria, de la ambición, etc., y Yo era poseedor de ellos. Yo la amé, pero cuantas limitaciones hubo en mí. Y ahora ya nada puedo hacer para decirle que la ame siempre, que la amararé siempre. @victorsuarezCRD