Víctor Suárez
Frente a las escarpadas montañas azul violácea de la cordillera central, precisamente en la falda del monte pico de gallo. Había una humilde aldea La Ceiba se llamaba, la cual reposaba en una extensa llanura paradisíaca donde la abundancia frutal era total, donde la hermandad entre su gente era dulce como el dulce mango de las hondonadas, había quietud en la aldea; sin embargo, todos sabían que era peligroso adentrarse en la espesura de la montaña, el río hacía recodo en mitad del poblado, sus aguas eran dulces y cristalina, piscina natural de sus habitantes; el patio de la casa de doña María y don Victoriano los cuales vivían allí desde hacía ya mucho tiempo, terminaba en la ribera plana del río, esta pareja tenían ya diez años viviendo amancebados y no habían procreado hijos; doña María era una mujer dulce, amable, agradable, humana, sensible, vivía en comunión con la naturaleza. Don Victoriano, un hombre de campo, tosco físicamente, pero con gran sensibilidad humana, amigo de todos en la comunidad, muchas veces sentía el vacío de no haber tenido un hijo y cuando unos tragos rebozaban su emoción hablaba del deseo de tener un hijo; ya doña María había visitado a todos los curanderos de los lugares cercanos, buscando alguna pócima que la ayudara a concebir un niño. Un día llena de alegría doña María anunció a todos que estaba embarazada y aquella noche don Victoriano celebró con todos sus amigos aquella noticia, la comunidad se integró a la celebración con júbilo. Al nacer angelito como todos le llamaron, este se convirtió en la mascota de la aldea, todos querían estar con él, todos querían ofrendarle amor y cariño, fue creciendo así, cuidado por todos, en los brazos de todos, bajo la protección de todos, era tanto amor en el que ángel vivía, que cada vez que alguien se acercaba él solo reía y reía nunca un llanto, ni un gemido siempre reía.
Un día don Victoriano y sus amigos salieron a explorar hacia la parte alta del monte, por la parte donde nace el río, pudiéndose decir que al centro de la montaña. Angelito aún no cumplía sus cinco años y aún no tenía energía como para andar entre la maleza tantas horas así que unas horas después de tanto caminar se sentaron en mitad del camino el cual bordeaba siempre el río el calor sofocante hizo que don Victoriano y sus amigos se metieran al río a darse un chapuzón, mientras angelito dormía bajo un naranjo en flor; al parecer se olvidaron por un momento del niño, y desde dentro de los matorrales aparecieron enormes perros salvajes que pululaban y vivían en la montaña y se abalanzaron sobre el pequeño, el niño se despertó de súbito, y la lengua, y las barbas de las bestias hicieron que angelito estallara de risa, y el niño reía y reía, él creía que los caninos jugaban con él, los perros lamían su piel y el niño reía y reía, los perros crujían sus dientes y el niño reía y reía, de repente un enorme perro desde la parte de detrás de la jauría se lanzó por encima de los otros decididos a devorar a ángel, pero este solo reía.
Entonces los animales curiosamente se acostaron al lado del risueño y comenzaron a jugar con él, angelito se puso de pie y corría aquí y allá con sus nuevos amigos, pues cuando don Victoriano y sus compañeros echaron de menos al niño ya este no estaba en los alrededores, los perros se lo habían llevado, angelito monto en el lomo del más grande de todos y se marcharon hacia la guarida; don Victoriano y sus amigos se asustaron mucho mientras llamaban a viva voz a angelito y buscaron, en los matorrales, en las cuevas, detrás de las grandes piedras, pero nada.
Llegó la noche y esta los obligó a partir hacia la aldea, en el camino pensaban como le comunicarían lo sucedido a doña María y a todos en la aldea; pero no hubo forma de ocultarlo, y aquella fue una noche de llanto, tristeza, de gritos. Todo el vecindario salió temprano en la mañana a ver si encontraban a angelito el niño risueño, o por lo menos sus restos, y caminaron hacia arriba, y caminaron hacia abajo, y caminaron hacia el sur y buscaron hacia el norte y hurgaron en las cuevas y escarbaron entre las hojarascas, pero nada hasta que al caer la tarde, cansados, hambrientos, tristes, desolados a punto de regresar a la aldea; a lo lejos, en la espesura del bosque se escuchó un aullido intenso, auuuuuuuu, auuuuuu y otro más como si fuese el aullido de un lobo, auuuuuuuuu y entonces todos corrieron hacia allá pensaron por ahí debe de estar angelito, tal vez se lo han comido los perros, tal vez se lo estaban comiendo y todavía podríamos salvarlo, o que tal vez encontrarían sus pequeños huesos, todas clases de pensamientos pasaban por sus mentes mientras corrían hacia el lugar de los aullidos, al llegar allí sin tomar ninguna precaución, con don Victoriano adelante, una manada de perros se le echó encima y de repente angelito grito ¡papa¡ y los perros como si esta fuera una palabra mágica pararon de golpe, como si hubieran recibido una orden obedecieron y salieron docenas de peros de todos los tamaños y de todos los colores y se posaron alrededor de los visitantes, mientras otros lamían a don Victoriano y a angelito mientras este reía y reía y cada vez que alguno de los aldeanos lo abrazaba angelito reía y reía, y riendo se abrazaba de los perros como si estos fueran sus viejos amigos!
Angelito no conocía del dolor, ni de la pena, ni la tristeza, él no sabía del rencor, o el odio, solo conocía el amor porque eso fue lo que le dieron sus padres, doña Rita, doña Minerva, Edília, doña Filó, sus vecinos, los aldeanos y todos aquellos que alguna vez se acercaron a él y él pensaba que el mundo era así, por eso cuando los perros feroces se lanzaron contra él, jamás pensó que era para hacerle daño, sino que aquello también era amor, entonces los canes pensaron que cómo un niño que ellos pensaban comerlo solo reía y reía, por tal razón lo llevaron a la guarida y como si entendieran el idioma humano el jefe de la manada decía a sus compañeros que el amor la risa y la alegría lo vence todo, desde entonces angelito creció en la aldea cuidada y querido por sus padres y los aldeanos y en el bosque cuidado y querido por sus amigos los animales. Víctor Suárez