Por Víctor Suárez
Camino despacio, cansado, por esta larga senda recargada de curvas que es mi vida,
cubierta de espinas y castigo blanco, amores blancos y bendiciones divinas. Los árboles a mí alrededor son hermosos y frescos, y me envuelven en su verde intenso, cargados del amarillo de sus frutas.
Camino y, sin embargo, sé que no voy a ningún lugar, soy un prisionero celestial, universal, cada vez más este andar no tiene final.
A la sublime grandeza espero, de pie a orillas del río, de amplio cauce y de agua cristalina.
Detrás de mí, están las casas grandes, de grandes columnas y de arquitecturas universales, todas, recién pintadas, de amarillo claro y del color del oro. Soplaba una brisa suave que me mecía en su paz, mientras la belleza del agua límpida me atraía a su seno.
El cielo claro, envuelto en su azul intenso, el sol brilla en toda su magnitud. El día parece uno de esos en que la belleza se manifiesta hasta donde ya no alcanza más.
Mi alegría se reboza en la tibieza del agua.
El río es en un límpido camino, por donde los peces viajan, sin cesar, contando sus historias de agua, piedra y arena. Yo envuelto en un rocío celestial y natural del espacio y su desconocida inmensidad.
De repente un disparo de pistola, me trajo de súbito a la realidad, luego un pronunciado murmullo, después un grito intenso, cargado de un dolor infinito, todo procedía de aquella casa, la que en realidad no era casa ni nada, sino un abismo profundo y temeroso. @victorsuarezCRD